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Cuando me preguntan por qué me gusta tanto escribir y leer, no puedo dejar de recordar a mis padres. Mi papá tenía solo estudios primarios, y mi madre al graduarse de bachiller hizo un curso de secretaria bilingüe. Esa era su formación académica. Pero su verdadera fortaleza era su amor por los libros. A los dos les encantaba leer. Cualquier género era bueno para mantenerlos hipnotizados por horas. De ellos aprendí que las palabras son varitas mágicas para crear, comunicar y emocionar.
Gracias a que leía todo lo que caía en sus manos, mi padre tenía una cultura general y un vocabulario envidiables. Recuerdo un evento en mi querida escuela Miguel Suniaga. Tendría yo unos siete años. En la escuela harían un acto de despedida para el director, el maestro Pérez, quien se retiraba. Resulté ser elegida para dar el discurso en su honor. Cuando llegué a casa, le di con mucha preocupación la noticia a mi papá. Recuerdo que me dijo: “no te preocupes, yo te ayudo, yo soy experto en eso”.
Nos sentamos a escribir el discurso. Él me preguntaba qué quería yo contar sobre el director, y yo le iba diciendo: “es regañón… es bueno con los alumnos… se ríe con nosotros”.
Así lo fuimos armando. Recuerdo que me lo dio, y me dijo que había una frase con una palabra que yo no conocía. Papá había tenido que repetir una palabra, y como no conseguía un sinónimo, la repitió, y escribió: “valga la redundancia”. ¿Redundancia? Papá me explicó lo que quería decir, e incluso me dijo el tono en el que lo debía decir.
Como me preocupaba que se me olvidara el discurso, él me pidió que se lo leyera varias veces. Me dejó claro que no me lo tenía que aprender “al caletre” porque nadie esperaba que una niña de siete años se aprendiera un discurso de memoria, pero que seguramente de tanto leerlo se me iba a a quedar grabado y no necesitaría leerlo. Y así fue.
Recuerdo al director Pérez sentado en la primera fila con una pierna enyesada. El subdirector Aguilar a su lado. Las maestras pendientes de todo. Comencé mi discurso. Cuando dije con el tono que me había explicado papá: “valga la redundancia”, vi la sonrisa del director y el aplauso de mis maestras. Ese día aprendí que con las palabras podemos hacer magia. Cada vez que dudo al escribir o me pongo nerviosa por hablar en público, recuerdo aquel “valga la redundancia”, y me vuelvo a llenar de ese sentimiento de satisfacción.
Las palabras son esa varita que agitamos para crear, comunicar, emocionar… No hay que ser escritor, ni docto en las ciencias lingüísticas para gozar de su magia, solo hay que apreciarlas un poco, y usarlas tratando de hacerlo lo mejor posible. Eso lo sabían mis padres, eso le he enseñado a mis hijos, y eso es lo que trato que sientas cada vez que converso contigo.
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